La obsesión por los asaltos, las cerraduras, las puertas blindadas y la seguridad que dominaba Moscú en los meses posteriores al desmoronamiento de la URSS, recordaba la paranoia que se abatía sobre Nueva York, cuando desembarqué en la ciudad de los rascacielos a mediados de 1983.
En Nueva York, todo estaba plagado de unos espejos cóncavos o convexos, similares a los que instalan en las rampas de salida de algunos garajes.
Estaban concebidos para que los timoratos oteasen el pasillo, sin necesidad de asomar la cabeza fuera del ascensor, y comprobasen que no había mugglers, robbers, kidnappers o rapistes agazapados en la penumbra.
En Moscú no se habían puesto de moda los espejos, sino las cerraduras.
Uno de las profesiones más boyantes de la capital del ex Imperio era la de cerrajero. La población ya no se fiaba de los candados, pasadores y blindajes que distribuían las fábricas autóctonas, convencida de que los omnipotentes mafiosos podían conseguir en origen copias de las llaves maestras y recurría a los slesar, los artesanos del blindaje.
Había bastante histeria, pero no era un miedo puramente imaginario o carente de fundamento.

Haciendo músculo en un parque ruso.
Kuranti, un diario bastante amarillo, y Soviershienno Sekretno, el equivalente ruso de El Caso español, no solían regodearse en historias de violaciones, pero publicaban en diciembre de 1991 unos relatos de robos, atracos y palizas que ponían los pelos como escarpias.
Sobre todo, por el gratuito despliegue de violencia de los asaltantes y por la nimiedad de los botines arrebatados a las víctimas.
Al llegar Gorbachov al poder, en 1985, más de 40.000 jóvenes de las Komsomol fueron reclutados para sustituir a policías corruptos.
¿Qué habían hecho los 40.000 agentes enviados al paro?: agenciarse una pistola Makarov de estraperlo y pasarse a la mafia.
La criminalidad florecía en el ex Imperio Soviético. Bajo todas las formas: robos, extorsión, secuestros, tráficos ilegales, contrabando…

El mafioso ruso Boris Nayfeld.
En agosto de 1991, en el momento en que los golpistas patinaban patosamente, unos raterillos de poca monta trincaron a una empresaria china y exigieron rescate, imitando a los protagonistas de una película de gángsters de Chicago que acababan de ver.
En septiembre le tocó el turno a un adinerado frutero georgiano, aunque en esa ocasión los autores eran ya mafiosos de verdad.
Los dos casos fueron felizmente resueltos por la policía, pero nadie sabía cuántos no lo fueron.
«En lo que va de 1991 hemos registrado 256 casos de chantaje y 350 homicidios. Los asaltos aumentaron un 50 % con respecto al año anterior, que había supuesto ya un récord histórico», recapitulaba con melancolía Nikolai Boiko, ministro ruso de Interior.
«Por un puñado de dólares, hay individuos dispuestos a todo, especialmente ahora en que no está claro qué es lícito y qué no lo es, ni el límite entre el bien y el mal.»
La confusión era notable, particularmente entre los jóvenes. En los tristes barrios de la periferia de Moscú, la actividad «cultural» de moda era levantar pesas. No para convertirse en un campeón a lo Serguei Bubka y batir récords de salto con pértiga, sino para fabricarse una musculatura a lo Arnold Schwarzenegger y dedicarse al negocio de los mamporros y la «protección».

Forzudos entrenándose en un parque ruso.
Entre 1987 y 1990, esas mismas barriadas se poblaron de «lubera», grupos de forzudos que solían descender sobre Moscú y patrullaban Gorki Park metiendo en vereda a puñetazos a punkies, rockeros, hippies, y otros «degenerados», que avergonzaban al Estado de los Trabajadores.
Los «lubera» habían surgido en Lubertsy, una de las más lóbregas ciudades satélite de la capital, iban ataviados a la usanza tradicional, actuaban con la complacencia policial, poseían unos bíceps de espanto y se consideraban defensores de la pureza comunista.
Desde 1990, la ideología era cosa del pasado. Lo que importaba eran los billetes y a ser posible con la faz de Franklin o la de cualquier otro presidente norteamericano.
Entre soplido y flexión de abdominales, muchos de los «cachas» reconocían sin circunloquios, inocentemente, que su objetivo en la vida era dedicarse a la «protección profesional».

El simbolismo de los tatuajes entre los presos rusos.
En otras palabras: convertirse en uno de esos jóvenes de hombros de acero y gabardina cruzada que arrebataban 400 rublos al mes a cada vendedor callejero del Viejo Arbat, exprimían a los pintores y sacaban dinero a los nuevos comerciantes privados o se empleaban como guardaespaldas de los grandes mafiosos.
Siempre hubo putas y mercado negro en los países del Telón de Acero, pero la debacle comunista y la irrupción de un capitalismo primitivo y salvaje había roto todos los moldes.
La anormal persistencia de productos con precios protegidos, de empresas colectivas ruinosas, de cuotas y controles, había permitido a los más avispados atesorar verdaderas fortunas.
Además de los muchachos que adquirieron a 5 rublos cada uno de los bustos de Lenin apilados en los almacenes estatales y los vendían a 3.000 rublos en la calle Arbat, y los armenios que compraban balas de algodón a los koljoses de Uzbequistán y las liquidaban al día siguiente en Turquía con un beneficio del 1.000 %, había un tropel de desaprensivos y caraduras, muchos de ellos occidentales, haciendo dinero fácil.
Estas actividades entrañaban riesgos, pero si el negocio era lo suficientemente rentable como para manejar dólares, siempre se podía convencer a un policía para que mirase hacia otro lado.
Las compensaciones eran inmensas, especialmente en una sociedad tan desquiciada y paupérrima, en la que algo tan nimio como un Volvo, un Suzuki, un Toyota o un BMW de segunda mano era el éxtasis de lo sublime.
La «Mafia» a la que aludían los ex soviéticos cuando eran incapaces de explicar por qué nunca había billetes de avión o el kilo de peras costaba el sueldo de una semana, era un término vago que englobaba desde verdaderos gángsters a políticos venales, pasando por agentes de policía podridos o estudiantes extranjeros dedicados al cambio negro y otros fraudulentos cambalaches.

El fotógrafo Igor Mihalev con comandos rusos, durante una operación militar.
Lo de los alumnos de la Universidad Patricio Lumumba de Moscú era sintomático. El centro comenzó a funcionar en 1960, como una especie de vivero marxista-leninista destinado a formar ideológicamente a los futuros líderes del Tercer Mundo.
Nikita Kruschev quiso dejar las cosas claras desde el inicio y decidió que su primer emplazamiento fuera un edificio de la Academia Militar soviética.
En 1991 tenía 83 cátedras, 160 laboratorios y albergaba anualmente a 5.000 estudiantes.
Ninguno de los alumnos, procedentes de Cuba, Nicaragua, México, Afganistán, India, Angola, Filipinas, Sudáfrica, Somalia, Etiopía y varias decenas de países, pagaba matrícula o gastos de alojamiento. Todo corría a cargo del sufrido proletariado ex soviético.
En opinión de los moscovitas, no era eso lo peor. Lo realmente grave era que la Lumumba se había transformado en un foco de delincuentes, cambistas, estraperlistas y macarras.
El Moscow-Guardian, un simpático semanario gratuito que se editaba en inglés y se financiaba con anuncios destinados a la comunidad extranjera, publicó en torno a las Navidades de 1991 un breve artículo titulado: «La ayuda cae en manos equivocadas.»
Las manos en cuestión eran las de un grupo de estudiantes de 16 y 17 años que al terminar las clases emboscaban a sus condiscípulos con navajas y pistolas y los despojaban de las raciones de ayuda.
Los botes de leche en polvo, las latas de conserva y los paquetes de galletas con el sello de la Comunidad Europea eran vendidos a una banda de mayor envergadura, dirigida por un alumno de la Lumumba, que a su vez los revendía a los comercios de la capital.

Estudiantes extranjeros en la Universidad Patricio Lumumba de Moscu.
La nota acompañaba un largo reportaje en el que se explicaba concienzudamente que parte de los alimentos donados por Occidente se evaporaba en las operaciones de descarga y reaparecía en los mercados.
En la revista se anunciaba la creación de una unidad especial integrada por policías, soldados, aduaneros y guardas de transporte para vigilar expresamente las 2 000 toneladas de comida que la CE enviaba diaria-mente a la hambrienta Moscú.
En 1992, fruto de los nuevos tiempos, la Patricio Lumumba cambio de nombre y paso a llamarse Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos.
La URAP es un complejo científico y educativo que cuenta en la actualidad con diez facultades principales (agricultura, ciencias humanitarias y sociales, ingeniería, medicina, lengua rusa y asignaturas de formación fundamental, ciencias físico-matemáticas y naturales, letras, ecología, economía, derecho), tres facultades de perfil de educación continua, tres cátedras universitarias generales, siete institutos, 33 centros científicos y educativos, más de 150 laboratorios y centros de investigación académica.
El rasgo particular de la URAP es su carácter multinacional: entre los estudiantes de grado y posgrado hay representantes y grupos étnicos de más de 158 países de todo el mundo. En los grupos de estudio y habitaciones residenciales se respeta este principio internacional, los representantes de diferentes países y pueblos viven y estudian mezclados.
En total, la Universidad cuenta con alrededor de 25 000 estudiantes de grado y posgrado y ha dejado de ser un centro mafioso o el paraíso del estraperlo.